El Dios Jano
A Jano se le representa teniendo una llave en una mano, y en la otra una vara, para indicar que es guardián de las puertas y que preside los caminos."
Jano es el dios en el que reside el principio y el fin de todas las cosas, el alfa y omega. Esta idea es recogida por la religión cristiana: Dios, como principio y fin de todas las cosas, recogiendo de él igualmente el símbolo con que se representaba al dios Jano en sus templos.
Jano fue el rey más antiguo del Lacio de que hacen mención la fábula y la Historia. Era hijo de Urano o del Cielo y de Hécate, si bien otros dicen que nació en Atenas y que cuando fue hombre equipó una flota con la cual se dirigió a Italia, donde hizo varias conquistas y edificó una ciudad que llamó de su nombre Janícula. Suponen algunos que, durante su reinado en el Lacio, Saturno expulsado del cielo se refugió en sus dominios. Fue tal la buena acogida que Jano dio a Saturno, que agradecido éste, le dotó con el doble conocimiento de lo pasado y lo futuro. Por esto se representa a aquel rey con dos rostros, el anterior para indicar que conoce todo lo que ha de venir, y el posterior todo lo que ha sucedido. Se le pinta, además, teniendo una llave en una mano y un bastón en la otra, significando lo primero que abre la puerta del año, razón por la que le consagraban el mes de enero, que llamaban «Januarius», y lo segundo que preside en los caminos....
Comenzaban los antiguos romanos sus ceremonias religiosas invocando a Jano, porque estaban en la creencia que presidía a todas las puertas, a todas las entradas y que no se podía llegar sin él hasta donde están los demás dioses.
Tenía Jano su templo en Roma que estaba cerrado en tiempo de paz y abierto en tiempo de guerra. Las puertas de este templo estaban cerradas con cien cerrojos y con barras de hierro, a fin de que fuese más difícil abrirlas, significando con esto que la guerra, que es el más cruel azote para la Humanidad, jamás debía emprenderse ligeramente. ... Declarada la guerra, abría el templo el Cónsul, vestido con la trábea quirinal, que era una toga que tenía entretejidas o sobrepuestas muchas listas de grana, a modo de galones. Penetraba luego el pueblo en el templo, en el cual estaban colgados los sagrados escudos llamados «ancilia», sobre los cuales daban golpes diciendo: ¡Marte, despierta!
Hubo un tiempo, sin embargo, en que, hallándose Roma señora casi de todo el mundo entonces conocido, gobernando Octavio Augusto, se cerró el templo de Jano. Hoy en dia lo hemos asociado con el año nuevo y el comienzo del anuario de los doce meses...
LLama la atención el festejo del Año Nuevo en el mundo occidental. Desde la interior de distintos colores –y efectos mágicos– hasta los ritos, como aquél de subir y bajar las escaleras, recorrer la cuadra, con una maleta en la mano, o aquel otro de atragantarse de uvas/semillas al compás de las últimas doce campanadas del año. ¿Por qué?Yo primero creí que se trataba de un asombro irónico frente a esas supersticiones generalizadas; luego me di cuenta de que me divertían estos ritos y que difícilmente podía denigrarlos. Después me dije que no me molestaba la superstición, sino el ridículo inobjetable de las situaciones a que nos lleva. Por ejemplo: empezar el año con la boca llena de pipas de uva, y así darse un abrazo, festejar la renovación con complejo de "hámster". Pero no, no era eso: en realidad, para mí, situaciones como ésta salvan la fiesta, pues le infunden cierta ligereza, que me gusta, por oposición a la solemnidad de otras ocasiones. Quizá por ello el festejo del Año Nuevo se asemeje al Carnaval. Espacio profano y libertino en que las jerarquías desaparecen y las identidades devienen borrosas, mutables. De ahí ciertas similitudes concretas: las máscaras, los disfraces, el cotillón, los bailes desbocados hasta el amanecer. Pero a diferencia del Carnaval, la fiesta de fin de año no simboliza el pasaje a la Cuaresma –y por tanto, a la abstinencia purificadora del calendario cristiano–, sino la transición a un Tiempo Nuevo y, a la vez, un regreso al Origen, al primer mes de nuestro calendario: es una renovación simbólica que, a pesar de festejarse en el mundo Occidental, recuerda las costumbres de ciertas tribus, llamadas "primitivas", cuando celebran ritos destinados a renovar su grupo humano y el universo, precisamente a través del regreso simbólico al origen, al mito original. Lavar el tiempo viejo con las aguas del origen, para que renazca, y nosotros con él; lavar el tiempo con champagne recién abierto, purificar el cuerpo con alcohol.
En este sentido, ¿no es un auténtico ritual el festejo del Año Nuevo?. Por ejemplo, el rito de las uvas ingeridas, como pildoritas mágicas, al compás del reloj de la medianoche o cañonazo/morteros y nuestras comunidades hispanohablantes, nos une de forma impresionante a toda la nación, al menos durante doce campanadas que todos deben respetar –sagradamente– a fin de empezar el Año Nuevo con buen pie. Es esto lo que me asombra: hoy es natural –culturalmente natural, diría– considerar que el día 1ro de enero de verdad empieza un ciclo –con la serie de esperanzas y anhelos que ello genera–. Implicaciones: la mayor parte de los occidentales veríamos el año como un ciclo –un círculo– que se abre y se cierra, un tiempo que envejece y se renueva. Visión temporal que se asemeja a la de las tribus susodichas, lejos de la concepción científica del tiempo. ¿Qué opina el físico de la apelación que le damos a la víspera de Año Nuevo? La Nochevieja –tiempo cansado, moribundo–, como la Nochebuena –tiempo que nos remite al origen de nuestra era, tiempo de calidad superior–, plasma lingüísticamente una consagración de ciertos espacios de tiempo, atribuyéndoles calidades peculiares, las cuales se superponen a las cantidades científicas: la adoración arquetipica del JANO romano.
La física es indiferente a esa magia; la mayoría de los occidentales, en cambio, no sólo creen en ella, sino que la crean. ¿No mostró Bergson que el tiempo, lejos de ser uniforme, es proyectado –producido y percibido– por cada conciencia particular? ¿Que el tiempo no es un dato exterior, sino un acto personal? Entonces, quizá baste la confluencia de varias conciencias sobre un momento consagrado –por ejemplo, las doce campanadas "finales"– para que el tiempo sufra una inflexión, efectivamente muera y se renueve, nazca otra vez de verdad en el plano de la conciencia colectiva. La intensidad de las horas que suceden a las famosas campanadas muestra hasta qué punto es real –visible, palpable, audible– la calidad renovadora/rejuvenecedora que se atribuye al Ciclo Virgen, al Año Nuevo.
Por todo lo dicho, no resulta extraño que las festividades de fin de año, en Occidente, se remonten a antiguas fiestas paganas ligadas al solsticio de invierno. Los romanos celebraban la fiesta de Jano el 1ro de enero (etimológicamente, janus, januariis, mes de Jano); dios dotado de dos caras –una mirando al pasado, la otra, al porvenir (con una invisible que mira al presente)–, protector de las puertas y de los comienzos, este dios cristaliza la ambigüedad del Año Nuevo, tan nostálgico como anhelante. Tampoco es sorprendente que la Iglesia Católica, que fusionó –o intentó fusionar– estas celebraciones con la Navidad, despojase de autonomía y legitimidad la celebración del Año Nuevo, la cual recién empezó, como se vive hoy.... ¿Por qué ese regreso a un paganismo disfrazado de festejo moderno? Seguramente por razones comerciales y económicas, pero no deja de llamar la atención que el renacer de este rito de pasaje corresponda precisamente con un periodo de decadencia del cristianismo, que Nietzsche rotuló con la sentencia de la muerte de Dios –léase, del dios cristianizado por la "religiones occidentales"–.
Así, cada 31 de diciembre, quien se consagra a estos ritos, transgrediría alegre y sin saberlo el tiempo cristiano –lineal, teleológico– para zambullirse en la espiral de los ciclos –el pasaje de uno viejo a otro, virgen y puro–, poniendo de manifiesto una concepción pagana del tiempo.
Paradójicamente, me digo, sólo las personas sumergidas en el Rito de Año Nuevo consagran este tiempo y le otorgan su intensidad. Por ello, no son ya profanas, sino que se encuentran en el interior de un espacio marcado con un círculo sagrado, protector: el de la celebración. Las demás, aquellas que, marginales, hurañas o contemplativas, rehúyen los ritos, son quienes merecen ser consideradas como tales, ya que, etimológicamente, profanas son las personas que están fuera del templo –del espacio o el tiempo consagrado del festejo–. Así pues, son éstas quienes escapan con mayor facilidad a lo que sería, como vimos, una creación –una ilusión, dirá el escéptico– colectiva: la renovación del tiempo, el resurgir del Ave Fénix de sus propias cenizas. De ahí que el desganado, el aguafiestas, el que no condesciende a los ritos consagrados, sea también el contemplativo, el ser pensante, durante la fiesta –o más bien, al margen de la fiesta. En una palabra: el metafísico. Tal vez sea éste quien, al sobrevolar la materialidad del festejo, logra salir del flujo del tiempo para conocerlo mejor que los otros. Quizá entonces perciba con mayor claridad lo inmóvil, lo persistente, el punto irreductible que, como una piedra de río, resiste, se niega, se enterca, frente al movimiento perpetuo que todo –o casi todo, justamente– lo disuelve en la novedad.
Podemos hacer referencia a otras latitudes...El Año Nuevo chino comienza entre enero y febrero con la primera Luna nueva de Acuario; el Rosh Hashaná (cabeza de año) judío empieza en el mes de Tisri del calendario hebreo, que equivale a septiembre u octubre del gregoriano; y el Año Nuevo musulmán en el mes de Muharram que, como obedece a un calendario lunar, puede caer en cualquier mes gregoriano.Respecto a los años, estos también son dispares: los chinos viven en el año 4709 del Buey y el próximo 18 de febrero recibirán al año 4708 del Tigre. Los judíos transitan el 5772, que establecieron a partir de la supuesta fecha del nacimiento de Adán; en tanto que los musulmanes, cuyo almanaque comienza con la huida de Mahoma a Medina en el año 622, le restan esta cifra al año gregoriano para saber en cuál viven: 1388.
Quizá la diferencia entre el hombre que celebra el Año Nuevo con toda la parafernalia y el que se abstiene de hacerlo, sea la misma que distingue al homo religiosus del escéptico. Para el primero, el tiempo, tras la medianoche del 31 de diciembre, sigue siendo el tiempo, pero transformado, trastocado por un acto ritual, y es ahora un ámbito renovado y propicio –no de otra forma, para el hombre religioso de las tribus estudiadas por os antropologos, "al manifestarse lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo"–. Esta paradoja, dicho sea de paso, está en el origen de la celebración del Año Nuevo, como lo demuestra la figura ambivalente de Jano. De esta forma, desde la ropa interior de distintos colores –y efectos mágicos– hasta los ritos, como aquél de subir y bajar las escaleras con una maleta en la mano, o aquel otro de atragantarse de uvas al compás de las últimas doce campanadas del año viejo, son como plegarias paganas hechas medio en broma, medio en serio. Para el otro, en cambio, tanto el 31 de diciembre como su propio cumpleaños resultan indignos de cualquier festejo, de cualquier rito de pasaje. Curiosamente, los escépticos que conozco parecen tristes en esos esots días......
SE DICE QUE...
virgilio